Alquézar: Una joya medieval tallada por el viento, el agua y el tiempo.
Por Ehab Soltan
HoyLunes – Hay lugares que no se visitan, sino que se recuerdan. Que no se recorren, sino que se escuchan. Alquézar, en el corazón del Somontano de Barbastro, parece más un murmullo antiguo que un pueblo. Colgado como un secreto entre las gargantas del río Vero y las murallas invisibles de la Sierra de Guara, este rincón de Aragón no se impone: se revela, piedra a piedra, silencio a silencio.
Fundado al abrigo de un castillo árabe —el «al-Qasr» que le dio nombre—, Alquézar conserva la fuerza telúrica de los lugares que han visto pasar civilizaciones sin perder su alma. Aquí, la historia no se encierra en vitrinas: se pasea por callejones, se respira desde los miradores, se escucha en las campanas de la Colegiata de Santa María la Mayor, que se alzan como plegaria tallada frente al abismo.

Caminar por Alquézar es una forma de meditación. Las fachadas de tonos ocres, los balcones de madera donde la vida se cuelga como la ropa limpia, el aroma del pan horneado y del vino del Somontano… todo invita a detener el paso. Pero detenerse no es quedarse quieto: es entrar en la vibración lenta del lugar. Es mirar hacia el cañón del Vero, donde el agua ha esculpido caprichos geológicos durante milenios. Es sentir que cada piedra susurra algo que aún no hemos sabido decir.
Los senderos que rodean Alquézar —como la célebre «Ruta de las Pasarelas del Vero»— son mucho más que rutas de senderismo: son travesías por la memoria de la Tierra. Se camina junto a pozas verdes y verticales de roca, entre buitres que vigilan desde las alturas y pinturas rupestres que aún laten en las cuevas. Porque aquí la naturaleza es catedral, y el arte prehistórico, testimonio vivo de la primera poesía.

Dominando la villa desde su promontorio, la Colegiata de Santa María la Mayor es el símbolo visible de lo invisible: la fe, la resistencia, la belleza. Construida sobre la antigua fortaleza musulmana, fue monasterio y refugio, vigía y morada. Hoy, su claustro renacentista parece detener el tiempo, y su museo guarda tesoros que hablan de una historia hecha de cruzadas, silencios y devociones.
Aquí, el arte no es ornamento: es huella. Cada capitel, cada retablo, cada relieve tallado en la piedra nos recuerda que hubo manos y corazones que quisieron dejar algo más que ruinas.
En Alquézar se come como se respira: con hondura. Quesos curados, embutidos artesanos, guisos montañeses y migas que saben a hogar. Y todo acompañado del vino del Somontano, que nace entre estas mismas tierras de piedra y olivo, y lleva en su cuerpo la memoria del sol, el cierzo y la espera.

Las bodegas de la comarca ofrecen visitas que son casi liturgias: copas alzadas entre viñedos, sabores intensos que se quedan en la boca como un poema no dicho. Porque aquí, el vino no se bebe: se escucha.
No es raro que muchos viajeros lleguen a Alquézar buscando una escapada… y se queden sin palabras. Porque esta villa, declarada uno de los Pueblos Más Bonitos de España, no necesita alardes. Basta su silencio, su luz al atardecer, el rumor del río en las gargantas, la calidez de su gente. Todo invita a la contemplación, a la lentitud, a recuperar el ritmo del corazón.
Visitar Alquézar es permitir que la piedra nos hable, que el viento nos cuente historias de otros tiempos, que el alma se quede un poco más ligera al cruzar sus pasarelas. Es entrar en una de esas «alegrías de España» que no se explican… se sienten.
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